domingo, 27 de noviembre de 2011

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Apuntes al volver del cine (de un libro)

23-11-2011 | Claudio Caldini Sobre el cineasta Claudio Caldini y la película y el ensayo Hachazos.

Por Matías Serra Bradford.



Fácil no es sacar conclusiones rápidas acerca de esta clase de artista (hagamos de cuenta que la palabra acaba de fundarse). Con Claudio Caldini es difícil pronunciarse acerca de su lugar en el mapa que le concierne, por la clase de obra que ha hecho, que hace: rezagos luminosos, desconcertantes. Una obra tan fragmentada, escueta, espaciada en el tiempo. Son claras, no obstante, las líneas de demarcación. Una obra sin copias adicionales, que sólo exhibe él mismo, poniendo (creando) sus condiciones: lección de modestia y a la vez una especie de sacra megalomanía. La de un pintor (se comporta como uno, filma como uno) que nunca hubiera vendido un solo cuadro. Un pintor al que no le falta oído. Una obra hecha de repliegues, de negaciones: el dandismo de la austeridad. El único –¿el último?– que se acuerda de los atributos de una cámara de cine. Los efectos, primero fueron funciones. Un devoto de lo mecánico, de los materiales de trabajo, que no distingue materiales y trabajo. Lo poético es lo técnico. (Simple de entender para alguien que ha visto horas –quién no– a un antepasado trabajar con las manos.) Un hombre de implementos: cámaras de diverso formato, tetera, olla, salamandra, carretilla, bichero. Las afueras de una ciudad. Las afueras como definición, como credo.


Dos planos superpuestos: casas que parecen buques hundidos. El gato y el jardín nevado. Ventana repartida (proyecciones simultáneas). ¿Por qué, cómo, de entre todos los detalles posibles elige las imágenes mejores? Flores que brotan y se multiplican como insectos bajo una lupa agigantada. Piedras en un arroyo de deshielo. El pensamiento de esta clase de artista, un glaciar: se desplaza medio metro por año y la nieve tarda veinte años en cristalizarse. Quien sostiene la cámara renuncia a la simplificación de una trama, renuncia a una trama como quien renuncia a un vicio. Se inclina por la simplicidad de una pista. Un rastreo. Un siglo de cine recapitulado en segundos para alguien que está por morir, con las imágenes de su vida. “Oberhausen 2008”: como si Caldini siempre filmara mundos desaparecidos, como si estuviéramos viendo gente que ya murió. Virtuoso de casas y árboles, de gente capturada en el momento justo, en el momento mejor, como un fotógrafo (y los fotogramas duran milésimas). Un cine de árboles. Lecciones de cosas, en cámara rápida, pero otra vez, es como si viéramos nevar. O una composición de imágenes que se repiten, en un arte –el cine– que ha esquivado la repetición, que huye de la repetición igual que de un pecado mortal (y vuelve a caer en él como en una tentación). Repetir, en el cine de Caldini, para entender mejor, para captar el misterio apenas visible de un misterio mayor. Variación en la repetición, como Beckett. Como Beckett, despojamiento sintáctico; ir a menos como divisa. Las imágenes mantienen su potencia porque no son metáforas; no aspiran a la superchería de erigirse como metáforas. Ya trazó esa línea Pound: el silencio definitivo que sobreviene a quien no ha podido evitar cruzar el límite de la sensatez. Qué prodigioso defecto de la retina, termina pensando el espectador, hace creer que este film y aquel son obras maestras. Ante un ojo así no se puede utilizar una sola nota falsa, no se puede confiar en lo que un catálogo dictamine.



Un hombre sin atributos: un jardinero. Un milagro: un jardinero que hace cine. Arrasado, invicto. Cine declarado desierto. Cine de tabula rasa: cada film, un retorno a cero. Un primitivismo que está sentado en el futuro. Un hombre que espera que un amigo le aconseje escribir. Que confíe que escribirá tan bien como titula. La escritura como el estilo tardío del cine. Archivos, carpetas. Lo biográfico es lo bibliográfico. Un modelo de artista (la palabra no sobra). Beckett en Ussy-sur-Marne combatiendo a los topos, plantando ocho espinos y un sicomoro. Burroughs en París, tijera en mano. Wilcock en Lubriano, con la compañía de los perros, reacio a que lo traduzcan (mal). Solitarios vitalicios. Un laconismo que se corresponde con su obra. Como en Beckett, una cara que es la garante de su obra. La mirada que le corresponde. (No conviene olvidar los modelos de trabajo. Basta con ver fotografías de ellos –sobre todo caminando– para llamarse al orden.) Lo que muestra con claridad su obra y su vida es que en el funcionamiento de la obra, y de la obra con la vida, hay al menos un secreto, y ese secreto permanece desconocido aun para el propio portador. Una cara y una obra que llevan impresa una palabra obsoleta: autenticidad. La vida de un artista como una provocación, una piedra de toque. Como si esa clase de vida fuera un magnífico biombo desplegado (un biombo chino o japonés), un destino ilustrado y anunciado en otro siglo. El de quien se comporta como un hurón por temor a hacer el ridículo de ser incomprendido. En un país en el que si a un funcionario se le ocurriera cobrar un impuesto –una multa– cada vez que alguien pronuncia la frase “mi obra”, se triplicarían las reservas del tesoro. Un consuelo saber que todavía hay gente que cree que el reconocimiento espurio es un insulto para obviar. Voy a Basho para desatar este nudo: “‘Viajero’ / será mi nombre / primer diluvio de invierno”.

Montado a una bicicleta, girando lúdica y tercamente en un mismo lugar. Eso es un artista, no un personaje de Beckett, murmura la película: alguien que mira la lluvia bajo el alero de una casa prestada. Esa imagen y esos sonidos bastan para empezar a entender lo que no se parecía a un significado. Un documentalista lo persigue y demuestra que el documental no sólo salvará a la novela. Un documental como un cuarto propio, una cápsula espacial, sin un antes en la vida del retratado (se aprovechan las circunstancias para prescindir de ciertas distracciones biográficas y para subrayar otras). El documentalista, un niño salido de Verne: curiosidad y nobleza. Los films de Caldini son también documentales, de la vida secreta de una pileta y su parque, de luces y sombra, de criaturas absueltas. Un cineasta y otro parecen decirnos: el mundo –los días– hacen todo lo posible para que dudemos de nuestra fortaleza (que tenemos). Pasa en Ussy, en Tánger, en Lubriano, en General Rodríguez. Voto de pobreza. Voto de silencio. Cine célibe. Hombres olvidados dos veces. Hay que tener lo que nadie –de ahí el retiro– para hacer una obra de esta naturaleza. Hay que portar una generosidad de espíritu inaudita para poder retratarla (en una tierra en la que pocos hacen algo por otro, menos si se trata de un contemporáneo). Un lector mira y lee Hachazos como si hubiera vuelto a ver El gran éxtasis del tallador Steiner, sin detectar una sola imagen repetida.

http://blog.eternacadencia.com.ar/?p=18220

martes, 22 de noviembre de 2011

Tomás Sinovcic



Un artista del stencil hizo este retrato de Tomás Sinovcic, encontrado ayer camino a casa.
http://eldevenirdelaspiedras.blogspot.com/2010/03/un-nuevo-dia.html

lunes, 21 de noviembre de 2011

Rastros de una biografía impensada

Libros y autores Rastros de una biografía impensada El cineasta Andrés Di Tella busca plasmar en Hachazos el misterio de una elusiva figura del underground de los años setenta Por Débora Vázquez | Para LA NACION Un hombre que anda por la vida con una lamparita de repuesto como talismán merece una biografía. Lo mismo aquel que manipula varios proyectores en simultáneo mientras empalma viejas cintas de súper 8. Y cómo no considerar al que, provisto de una cámara, se pasea en bicicleta a la vera de un bosque para atrapar su sombra. O al que se las ingenia para revolear una cámara por arriba de su cabeza con el fin de capturar imágenes capaces de trastocar el sistema perceptivo del ojo. Todos esos hombres son Claudio Caldini, un cineasta mítico y radicalmente poético, cultor incondicional del cine underground y el protagonista ascético y furtivo de Hachazos , la ópera prima literaria del documentalista Andrés Di Tella (Buenos Aires, 1958). Di Tella y Caldini se cruzan por primera vez en la terraza del taller de Marta Minujín, suerte de improvisado setde filmación en el que la artista y sus anteojos negros habían resuelto enterrarse en vida. Di Tella, desde fuera de cuadro, era el que le echaba tierra encima con una pala; Caldini, el responsable de registrar la performance . Treinta y cinco años después, la ironía del destino vuelve a reunirlos en una quinta de los suburbios con las armas cambiadas. Esta vez el que filma es Di Tella, y Caldini, en virtud de su oficio de jardinero, el que empuña la pala. Dos caballeros que, a pesar de encarnar concepciones antagónicas del cine -"La narración y la contemplación", "El testimonio y la imagen", "La figura y la abstracción"-, anteponen el diálogo al duelo. Y es éste el espíritu que se respira de principio a fin en el libro -y en la película homónima- de Andrés Di Tella. Como se lee en el subtítulo, Hachazos es una "biografía experimental" basada en los apuntes que el autor redactó a mano durante los encuentros que mantuvo con Caldini a lo largo de dos años. La elección de un cuaderno de notas por sobre un grabador no es un dato menor, sino un intento de guardar la escala humana y la confirmación (o reconfirmación, para quienes hayan visto sus documentales) de que Di Tella sabe ser empático a la hora de entrevistar. En resumen, es franco, urbano, respetuoso y lo suficientemente hábil cómo para preguntarle a alguien "¿vos sos un tipo difícil?", sin ofender ni hacerse el psicólogo. Hay algo artesanal en la factura de Hachazos que tiene que ver con la decisión estética de contar en primera persona, a modo de diario, cómo se fue haciendo el libro. Mostrar los hilos, las costuras, de una biografía hecha "de a retazos" equivale a privilegiar el proceso antes que el resultado. Lo importante para Di Tella radica en plasmar la imposibilidad de agotar un objeto de estudio y reivindicar así lo inacabado, lo azaroso y a veces fallido, el misterio de una vida, o de las varias vidas de un hombre. "Sobrevivió la dictadura militar encerrado en un jardín? Fue expulsado de un ashram, internado en un manicomio. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Durante una década de errancia, tuvo treinta y seis domicilios provisorios y abandonó el cine. En estos últimos años, recaló como cuidador de una quinta del conurbano bonaerense." La impronta casual, reacia a la cronología, y profusa en definiciones que, en lugar de delimitar un campo, lo van desmarcando, podría suponer un descuido respecto de la estructura del libro. No obstante, si bien existe una amena sensación de deriva, el texto, lejos del naufragio, propone un montaje inteligente. Una introducción honesta, un epílogo emotivo, un intercambio epistolar potente y acotado, y una infancia que irrumpe in medias res , como un hachazo a mitad de camino, logrando que el título se vuelva nostálgico antes que filoso. En el primer capítulo el autor explica el porqué del rescate de la persona y el cine de Caldini. Dicho de otro modo, "Caldini era como uno de aquellos viejos sabios de la tribu, que llevaba en la memoria algo así como una biblioteca entera". Di Tella, para quien la literatura en general y la obra de W. G. Sebald en particular no le son ajenas, velará por "esos libros". La obstinación de Di Tella por asociar cuestiones que a priori parecerían inconciliables queda en evidencia cuando, en un mismo capítulo, vincula la cachetada que recibe una artista amiga durante una muestra con el enredo de un pedazo de celuloide dentro de un proyector, y éstos a su vez con los fotogramas de una película de Caldini, por la sola razón de tratarse los tres de "incidentes únicos". Sin embargo, la correspondencia más ostensible no se da en el interior de ningún capítulo -relatos breves, independientes de algún modo de los que los preceden y suceden- sino entre dos de ellos, y tiene que ver con un común denominador de sus documentales: el cruce de uno o más destinos individuales con el de la historia política. Tal es el caso de la yuxtaposición de dos homenajes: el libro que el cineasta Silvestre Byrón escribió sobre el actor Miguel Riglos y la película que Caldini dedica al cineasta Tomás Sinovcic. Si consideramos que Riglos llegó a pertenecer al círculo de José López Rega y Sinovcic simpatizaba con la lucha armada, no sorprende que ambos hayan desaparecido. Dos caras de una época trágica con la que Caldini se sintió, y aún se siente, incómodo: si bien abominaba la dictadura, no comulgaba con la idea de tomar el poder por la violencia. Y el cine comprometido no le interesaba en absoluto. Una prueba incontestable es el pasaje en que se narra su asistencia a una función semiclandestina de La hora de los hornos de Pino Solanas. En lugar de celebrar el alegato de cuatro horas, como el resto de los militantes de la concurrencia, Caldini permaneció mudo. Para él, "era como estar viendo televisión". Posiblemente uno de los eslóganes más tajantes del film, "Todo espectador es un cobarde o un traidor", haya sido -junto con el clima de barbarie imperante- lo que lo precipitó a emprender una búsqueda espiritual en la India. Tener en claro que el otro siempre es más importante es una máxima que ningún biógrafo debiera perder de vista, y Di Tella no lo ignora. La exhibición insistente de su admiración es una prueba de esto; y un buen antídoto, además, para mantener a raya el narcisismo que podría traer aparejado el abuso de la primera persona. Así como "Caldini es capaz de filmar con la seriedad de un niño que juega", Di Tella también tiene algo de niño cuando narra, como pensando en voz alta, y sin avergonzarse de preguntar lo obvio, sabiendo que de allí muchas veces provienen las mejores respuestas. "¿Y qué hacés con el archivo?", inquiere Di Tella. "¡Lo guardo! Si tuviera que pensar para qué podría servir, no guardaría nada", reconoce Caldini. En otro diálogo en apariencia cándido, Di Tella consigue correrse del registro hagiográfico en el que suelen caer ciertos narradores de vidas ajenas. Y lo logra del modo más banal y efectivo, reconociendo la imposibilidad de hacerlo: "Yo no sé si todo lo que Byrón cuenta de Riglos es para tomar al pie de la letra? Pero sospecho que hay un poco de mitificación", especula Caldini. "Es lo que hacemos todos. No estoy haciendo otra cosa en este momento", remata Di Tella. En otras palabras, tener una aguda conciencia de su oficio le permite a Di Tella mantener los pies sobre la tierra a la hora de los elogios, reírse de sí mismo, y mostrarse vulnerable al punto de no saber si el retrato que persigue podrá o no ser fotografiado: "A veces tengo la sensación de que el verdadero Caldini no está. Como si estuviera ausente de su propia historia. O mejor, como si estuviera escondiéndose detrás de la historia que me cuenta". Únicamente en este punto podemos asegurar que Di Tella se equivoca, ya que Hachazos -ilustrado y editado con gusto- no sólo logra capturar al escurridizo "ermitaño" sino también a su sombra. Y pese a que para el autor los encuentros con Caldini se transformaron en un episodio de su vida, para el lector -producto de una de esas benévolas trampas que a veces depara la literatura- el que termina convertido en un episodio de la vida de Caldini es Andrés Di Tella. Hachazos Por Andrés Di Tella Caja Negra 128 páginas $ 65.

martes, 15 de noviembre de 2011

Taller de cine 2011


Valentina Burastero
Silvia Elena Calvo
Macarena Cordiviola
Sofía Flores
Hernán Hayet
Soledad Madeira
Bruno Lopez
Azucena Losana
Lorena Pini Pazzanese
Marianella Letterio
Adam Sosinski
Melisa Brito Aller
Margarita García Faure
Federico Lanchares
Darío Schvarzstein


imagenes: film ejercicio n°1 mayo 2011
seleccionadas por Macarena Cordiviola